Ausias Susmozas, manirroto patriarca del Pigalle -teatro que conoció grandes días de gloria- se fue a dormir el primero una sola vez en su vida. Sucedió hace escasos días: cuando las deudas eran ya más poderosas que sus excusas, agarró el petate y se mudó al otro barrio. Su muerte reúne por primera vez en mucho tiempo a sus tres hijos, para los que eligió nombres que empezaban por las tres primeras letras del abecedario. Ya en este céntrico teatro madrileño con pasado de oropel y futuro de gotelé, Argimiro, Bartolomé y Críspulo parecen dispuestos a recoger un consuelo monetario que compense el nulo cariño que les dispensó su progenitor. Pero las deudas, como la alopecia, se heredan, así que ahora deben enfrentarse al desastre: el banco se quedará el Pigalle si no logran reunir el dinero suficiente. La única solución a este fenomenal brete pasa por ganar una subvención mediante el estreno, de un montaje teatral que llevará por título La vida. Pero, como sabemos, las familias desgraciadas lo son cada una a su manera, así que deberán lidiar con sus monederos vacíos, con un director inepto, con un grupo de pensionistas como único apoyo técnico, con actores reclutados en un grupo de terapia y con sus propias vidas, que no lograrían una cédula de habitabilidad ni con la ayuda del supervisor más conchabado.